Cuando el ‘greenwashing’ silenció a la moda
Durante años, la moda ha tratado de enarbolar la bandera de la sostenibilidad, pero la oleada de acusaciones de greenwashing ha convertido hoy a lo eco en un potencial riesgo reputacional, en lugar de un atributo positivo de marca.
16 ene 2023 - 05:00
“Lo importante no es el nombre, es lo que eres”. Ese fue el mensaje que intentó trasladar Danone cuando, en 2006, tuvo que cambiar el nombre de su yogur Bio por el de Activia. Ese mismo año, el Biofrutas de Pascual pasó a llamarse Funciona, y el Bio Juvital, simplemente Juvital. La oleada de rebrandings vino motivada por la legislación europea, que establecía que sólo los alimentos con sello de la agricultura ecológica podían usar la denominación bio. Hoy, el consumidor va al supermercado con la garantía de que, si un producto se define como sano, bio o light está respaldado por la legislación. Ahora llega el turno de la moda, que se enfrenta a su particular purga verde.
Cuando el ‘greenwashing’ silenció a la moda
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En los últimos doce meses, gigantes de la gran distribución como H&M y Decathlon han dejado de hablar de sostenibilidad, Asos ha eliminado su buscador de prendas sostenibles y Zalando ha hecho lo propio con el filtro de artículos verdes. Mango ha suprimido su etiqueta Committed y en Inditex comienzan a verse los primeros compases de un cambio. Mientras, el Índice Higg, hasta ahora la referencia en la industria, ha quedado prácticamente desactivado como valor para la comunicación.
Durante años, la moda ha tratado de enarbolar la bandera de la sostenibilidad, pero la oleada de acusaciones de greenwashing ha convertido hoy a lo eco en un potencial riesgo reputacional, en lugar de un atributo positivo de marca. El año 2022 ha cambiado de la noche a la mañana el escenario para la moda: de estar orgullosa de su proceso de transformación, el sector ha pasado a eliminar la sostenibilidad de su discurso.
En la alimentación, medio centenar de productos tuvieron que cambiar de denominación en España en 2006 por la implantación en el país de la normativa europea contra los llamados falsos bio y el Gobierno gastó dos millones de euros en una campaña de publicidad para disipar la confusión que había generado el prefijo bio entre los consumidores.
¿Qué pasa en moda? El término ecológico o sostenible no está todavía prohibido ni regulado, pero sí castigado por un consumidor que, o bien desconfía de las marcas, o bien acaba sin entender nada con el batiburrillo de mensajes que recibe. Antes de que los reguladores hayan puesto orden, algunas autoridades también participan en el escarnio, apuntando su dedo acusador contra el sector. Greenwashing es la nueva palabra de moda.
La moda está ahora en una encrucijada: o comunica sostenibilidad y se expone al riesgo del castigo público e incluso de una multa, o bien calla y pierde uno de los componentes que más premian los consumidores y visten hoy en día a las marcas.
De comunicación hacia arriba
La moda sostenible nació como fenómeno mainstream a principios de la década de 2010, cuando el sector empezó a utilizarla como una herramienta de comunicación. La gran mayoría de los consumidores ignoraban qué era la sostenibilidad y había que explicar el término, con campañas de publicidad y etiquetas para las líneas eco. Vestir los escaparates y las campañas de verde era suficiente para crear un discurso que contribuía a hechizar al consumidor, aunque la sostenibilidad no estuviera entre sus preocupaciones.
La moda se envalentonó y de los planes de acción algo más concretos (centrados en un principio en la reducción del uso de químicos contaminantes) pasó a lanzar colecciones que definía directamente como sostenibles, bajo etiquetas como Conscious (que el grupo sueco H&M lanzó en 2010), Join Life (de Zara, en 2016, que más tarde se extendió al resto de cadenas de Inditex) o Committed (de Mango, en 2017). De golpe, no había marca que no tuviera una pequeña cápsula sostenible, unas zapatillas producidas con botellas de plástico Pet o una colección de camisetas de algodón orgánico.
El consumidor escuchaba y no preguntaba mucho. “Es un acuerdo mutuo: las compañías no están obligadas a demostrarlo todo y la gente tampoco está obligada a verificar todo antes de comprar”, explica Rafal Lukasik, investigador del Laboratorio Nacional de Energía y Geología de Portugal. Lo mismo sucede en tantos otros sectores de la economía: el consumidor sabe que una determinada crema no le hará parecer diez años más joven de la noche a la mañana o que un coche no le hará triunfar en todos los ámbitos de su vida.
Pero lo que pudo empezar en la mayoría de los casos como puro márketing ha llegado al core de las empresas: con el paso del tiempo, la sostenibilidad ha ido ganando peso en el organigrama directivo, a medida que se ha convertido en un eje de la propuesta de valor de las compañías y se ha integrado en sus operaciones. Los departamentos y equipos de sostenibilidad, que nacieron en casi todos los casos en el seno de las áreas de comunicación o Responsabilidad Social Corporativa (RSC), han llegado a los comités de dirección y a depender directamente del primer ejecutivo de las empresas.
La palabra ‘greenwashing’ entró en el diccionario de Oxford en 1999 y este año se ha incluido también en el MerriamWebster
Y la apuesta ha ido subiendo año a año: las compañías han trazado en los últimos ejercicios estrategias de sostenibilidad cada vez más ambiciosas y, en la mayoría de los casos, objetivos concretos y deadlines claros en términos de reducción de las emisiones de carbono, uso de algodón orgánico o materiales reciclados, etcétera. En 2021, Inditex dio un paso más al introducir los objetivos de sostenibilidad en los programas de incentivos para sus equipos directivos, una política que también han aplicado en los últimos años otras compañías del sector.
El castillo se desmorona
Pero en 2022 todo ha cambiado. En el último año se ha producido una oleada de demandas, legislaciones y cancelaciones en redes sociales vinculadas con una palabra que se ha introducido en el imaginario de los consumidores: greenwashing. El término fue acuñado en 1986 por el ecologista Jay Westerveld para referirse a una práctica extendida en la industria hotelera, por la cual los hoteles invitan a los huéspedes a reusar sus toallas para “proteger el medio ambiente”. Westerveld concluyó que este tipo de actuaciones apenas tienen impacto medioambiental, si bien sí ahorran costes de lavado a los hoteles. La palabra entró en el diccionario Oxford en 1999 y desde el año pasado está también en el Merriam-Webster.
Para la reputación de la moda, el mayor ataque ha venido en el último año, nada más y nada menos, que de la Comisión Europea: en el marco del Green Deal, Bruselas impulsa una legislación para proteger al consumidor de los engaños de las marcas, hasta el punto de que el freno al greenwashing es uno de los seis puntos de la Estrategia para el textil presentada en 2022 por la Comisión. “Los consumidores que desean comprar productos más sostenibles se ven a menudo desalentados de hacerlo por la poca fiabilidad de las declaraciones”, argumenta Bruselas, citando un estudio que dice que el 39% de las declaraciones realizadas por las marcas de textil, ropa y calzado podrían ser falsas o engañosas.
Pero uno de los casos de mayor alcance ha sido el informe que las autoridades de consumo en Noruega emitieron contra el Higg Materials Sustainability Index (Higg MSI), una herramienta desarrollada por la Sustainable Apparel Coalition (SAC) para comparar el impacto medioambiental entre distintos materiales y utilizada por grandes grupos del sector. El índice Higg se compone de cinco herramientas y, de ellas, sólo el MSI tiene aplicación de cara al consumidor final, mediante un sistema de puntuación y un sello que permite identificar una prenda como “más sostenible”. Esto es precisamente lo que critican las autoridades noruegas, que argumentan que el análisis genérico de los datos sobre un material no puede extrapolarse a una prenda: puede decirse que el algodón orgánico tiene menos impacto medioambiental, pero no que cualquier prenda que lo use sea más sostenible.
Las autoridades noruegas entienden que esta extrapolación es “engañosa” y prohibieron a la compañía sueca Norrøna usar los sellos. H&M, por su parte, recibió una carta con la advertencia de “que se familiarizase con las valoraciones que ha tenido Norrøna”. El regulador noruego también contactó con la SAC para que informara a sus clientes de las conclusiones del informe.
H&M, pionera en la apuesta por la sostenibilidad dentro de la gran distribución, ha sido una de las que más ha sufrido en los últimos doce meses el escrutinio vinculado al greenwashing. En verano, el gigante sueco de la distribución fue acusado, a través de una demanda presentada en el tribunal federal de Nueva York, de “introducir información engañosa” en sus prendas y de presentar “sus productos como mejores para el medio ambiente cuando no lo son”. Unos meses después, llegó otra demanda, liderada por la organización Class Action, que acusaba a la empresa de greenwashing en su colección Conscious Choice por utilizar poliéster reciclado, que la organización definía como “problemático”.
Los pure players tampoco se han librado. Zalando, que en 2020 anunció su objetivo de vender sólo moda “ética” en 2023, siguiendo los estándares del índice Higg, eliminó su filtro de moda sostenible el pasado septiembre. La decisión llegó después del Consejo Noruego del Consumidor le otorgara su primer premio al greenwashing.
Todo esto ha hecho que, cuando la estrategia sostenible del sector parecía estar asentándose, la sostenibilidad haya vuelto al departamento de márketing y comunicación, esta vez como un riesgo reputacional. “Estamos en un momento en que la moda, como industria, está estigmatizada”, apunta Javier Vello, socio responsable de los sectores de distribución y consumo en EY.
Paradójicamente, la sostenibilidad es hoy más importante que nunca para el sector de la moda, que se enfrenta a este calendario legislativo (para el que ninguna empresa, ni siquiera las grandes, está totalmente preparada) justo cuando su credibilidad se ha venido abajo.
La Comisión Europea analizó 344 declaraciones aparentemente dudosas, y concluyó que cuatro de cada diez eran falsas
En España, por ejemplo, entró en vigor el año pasado la Ley de residuos y suelos contaminados, que incluye normativas que afectan directamente a la moda como la prohibición de excedentes no vendidos a partir de este mismo año, medidas fiscales para el fomento de la circularidad o la responsabilidad ampliada del productor (RAP), que hace a las marcas responsables de los residuos incluso cuando las prendas han dejado sus tiendas.
Todas estas normativas proceden de directivas europeas, muchas de ellas enmarcadas en la Estrategia para el textil. El documento contempla también introducir requisitos obligatorios de ecodiseño, abordar la contaminación por microplásticos y el lanzamiento de pasaportes digitales donde se incluya toda la información del producto. Todas deberán entrar en vigor antes de 2030. En el pipeline legislativo hay también medidas en el ámbito social, como la propuesta de la Comisión de prohibir la comercialización en Europa de productos fabricados con trabajo forzado.
Así, las empresas se ven hoy sometidas a la presión de adaptarse a marchas forzadas a varias capas de regulación y cumplimiento de objetivos: los compromisos adoptados de manera voluntaria en cada organización y anunciados a bombo y platillo en los últimos años, la legislación que se va imponiendo en sus países de origen y la regulación que va surgiendo en el resto de mundo, diferente de un país a otro.
La opción del silencio
En el complicado entorno actual, las marcas tienen dos opciones encima de la mesa: continuar comunicando sus esfuerzos y avances en sostenibilidad e identificando las colecciones más sostenibles o el silencio. En el caso de la SAC, la decisión de la coalición tras las acusaciones del Gobierno noruego al índice Higg fue suspender directamente su aplicación para el consumidor final mientras acomete una revisión independiente de la metodología.
Entre las compañías de gran distribución que habían sido pioneras en hablar de sostenibilidad, la opción en muchos casos también ha sido sacarla de su discurso ante los riesgos que genera seguir sosteniendo la bandera eco. H&M ha pasado de hacer campañas de comunicación centradas en sostenibilidad a hablar de producto o de ocasiones de uso, y en su web de cliente la sostenibilidad ha quedado relegada a la última línea del menú desplegable. En la web de Zara no se menciona siquiera la sostenibilidad, más allá de la sección Join Life (también la última del menú).
Dejar de hablar de sostenibilidad por miedo a un mayor escrutinio tiene incluso un nombre, greenhushing. El término se popularizó tras un informe publicado en 2022 por la consultora suiza South Pole en el que relevaba que, de 1.200 ejecutivos encuestados en todos los sectores, una cuarta parte no preveían publicitar sus objetivos de reducción de emisiones “más allá del mínimo necesario o según sea requerido”.
Los autores consideran este fenómeno “preocupante”, porque las acciones comunicadas y publicitadas sirven de inspiración para que otros operadores sigan el mismo camino. Para algunos expertos, que las marcas dejen de hablar de sostenibilidad por miedo a ser acusadas de greenwashing es en sí misma una prueba de que lo hacen. “Cualquier industria que tenga temor de proveer menos avances de sostenibilidad significa que, en primer lugar, nunca fueron reclamos o avances verdaderamente sólidos, simplemente están utilizando la sostenibilidad como una táctica de márketing”, apunta Ximena Banegas, asesora de la fundación Changing Markets.
El origen del greenhushing está en otro término, greenmuting, acuñado en 2007 por el director de sostenibilidad de McDonald’s, Bob Langert, como reacción a la publicación de un informe de la agencia de márketing TerraChoice, especializada en comunicación medioambiental, en el que se identificaban los seis “pecados” del greenwashing. La agencia concluía que el 99% de las empresas analizadas caían en alguno de los pecados.
Lo cierto es que algunos de los directivos más comprometidos con la transformación sostenible del sector no estaban cómodos con que se hiciera comunicación de unos resultados que son, por ahora, muy parciales e incompletos. En este sentido, más allá de evitar un riesgo reputacional con consecuencias desconocidas, juega a favor de optar por el silencio la voluntad de no quemar el concepto de moda sostenible.
A diferencia de la alimentación, que demuestra muy fácilmente su componente eco, en moda es complejo, y simplificarlo es peligroso, tal y como se ha demostrado. Ser preciso en la comunicación de la sostenibilidad no es sencillo. Si le dices al consumidor que un producto es sostenible es greenwashing, pero si le dices que está ecodiseñado porque es monofibra y no tiene muchas fornituras, lo más probable es que no lo entienda. Además, muchas veces el sector no es siquiera capaz de argumentar que un producto es mejor que el otro, porque no todo es comparable.
Tantos años de bombardeo comunicativo han despertado en el cliente final una cierta confusión
Tantos años de bombardeo comunicativo han despertado en el cliente final una cierta confusión que ahora hay que despejar. Hacer afirmaciones de cualquier tipo motiva en la mente del cliente una duda que ni se plantea si la marca no dice nada. Lo mismo ocurre con las etiquetas sostenibles: ¿si esta parte de la colección es buena y responsable, entonces quiere decir que el resto no lo es?
“Hay una gran confusión y los consumidores ya no saben qué es verdad y qué es relevante, y no tienen herramientas para comparar”, dice Rafal Lukasik. En este entorno de confusión, cuanto más se hable, peor: como el viejo aforismo jurídico de excusatio non petita, accusatio manifesta: si una marca tiene mucho que excusarse, entonces algo estará haciendo mal.
“Si el caldo de cultivo es ese, no inicies conversaciones que no sabes adónde te van a llevar”, propone Vello. “El problema es que hoy tanto la legislación como los consumidores están empujando, así que no hay la posibilidad de no hacer nada”, añade.
El otro castigo del ‘greenwashing’
Aunque la mayoría de los expertos coinciden en que la sostenibilidad no es un factor determinante en la compra, el greenwashing sí lo es. Un estudio publicado el año pasado en la revista académica Sustainability y firmado por cuatro investigadores de distintas universidades chinas concluye que la percepción de greenwashing en la industria del fast fashion tiene un efecto negativo en la denominada green purchase intention del consumidor (intención de compra verde), que hace referencia a la probabilidad de que un consumidor compre un producto en particular por sus atributos medioambientales. Es decir, cuanto más greenwashing, menos influirá la sostenibilidad en la decisión de compra.
Además, el greenwashing influye también en lo que los académicos denominan financial perceived risk (la sensación de que no están recibiendo el máximo valor posible por su dinero) y green perceived risk (la sensación de que esa compra tendrá consecuencias negativas para el planeta). Es decir, el greenwashing hace que las personas se sientan peor comprando: creen que pueden conseguir algo mejor por el mismo dinero y que, además, la compra no hace bien al planeta.
Estas actitudes del consumidor podrían no ser exclusivas de la moda, pero en el sector ese riesgo percibido es mayor. “El fast fashion estimula la compra impulsiva, un comportamiento irracional que se manifiesta en comprar más de lo necesario, instintivamente”, apunta el estudio. Los consumidores que compran de esta manera tienden más a desarrollar una percepción de financial risk, es decir, a sentirse peor en sus siguientes compras.
Cambiar la forma de comunicar
La alternativa al silencio es, lógicamente, seguir comunicando, pero hacerlo de otra forma. Es el caso de Patagonia, pionera en usar la sostenibilidad como su principal propuesta de valor: la directora de medio ambiente de la compañía, Beth Thoren, argumentaba recientemente en un artículo en la revista Fortune que la marca ya no habla de sostenibilidad porque “reconocemos que somos parte del problema”. No hablar de sostenibilidad es hoy una herramienta de márketing tanto como lo era hablar hace unas décadas.
En España, Thinking Mu, pionera en España en moda sostenible, también ha dejado de hablar de sostenibilidad. “Es una pena, ahora que la gente está empezando a entender la palabra, pero es el papel que tenemos que jugar”, relata Pepe Barguñó, fundador de la empresa. “Nosotros lo hacemos por necesidad de disrupción y de diferenciación, porque si Primark es sostenible, ¿dónde quedo yo? En una marca de ropa cara y de colores”, añade.
Algunas compañías están optando por una vía intermedia, que pasa por cambiar el enfoque de la comunicación. Caso particular es la web de Join Life de Zara Home, que tiene un enfoque completamente diferente al de Zara y dirigido directamente a hacer pedagogía de cara al consumidor final. La página incluye un glosario de materias primas consideradas más sostenibles y una lista de buenas prácticas que el cliente puede hacer en casa, como llenar la lavadora o tender la ropa en lugar de usar la secadora. Una estrategia que traslada al cliente parcialmente la responsabilidad, en un momento en que esta labor pedagógica será clave con la nueva legislación que viene.
Cambiar la forma en la que se comunica la sostenibilidad es también el camino que ha escogido Mango, que el año pasado presentó su nueva estrategia de sostenibilidad, que incluye entre otras medidas eliminar la etiqueta Committed. La compañía ha optado por realizar comunicaciones con un enfoque más preciso, avaladas la información más objetiva posible y mucho más concretas que en el pasado, aunque eso supone, de nuevo, educar al consumidor.
En el marco de la presentación de su nueva estrategia de sostenibilidad, Andrés Fernández, director de sostenibilidad de la compañía, apuntó que “a lo mejor no todo el mundo tiene claro a qué nos referimos con algodón orgánico, diseño circular o reciclaje de fibras; tenemos la responsabilidad de intentar explicarlo bien para que se entienda, más allá de intentar dar los grandes mensajes de los avances que hayamos podido hacer”.
Educar también será una vía imprescindible para el proceso inflacionista que está acometiendo la industria. “Hay que explicarle al consumidor que, igual que en otros sectores, producir ropa con unos estándares de sostenibilidad es caro”, sugiere Vello. “Después, cuando llegue el Scrap (la entidad que tendrán que crear las marcas para gestionar los residuos posconsumo), habrá que enseñarle también qué hacer con esas prendas en su fin de vida”, precisa. “Hay muchas cosas que cambiar y lo malo es que hay que hacerlo mientras sigues funcionando”, añade.
La legislación, amenaza u oportunidad
La legislación ayudaría a salir del atolladero, pero va lenta y es contradictoria entre un mercado y otro. Aunque las legislaciones específicas para la moda son todavía escasas, la mayoría de autoridades de consumo y competencia tienen marcos normativos que sí penan la información desleal (con datos incorrectos o sin otorgar suficiente información). El problema es que “incorrecto” es un término amplio y sujeto a interpretación. En Países Bajos, por ejemplo, la autoridad de competencia elaboró una guía específica para las declaraciones en materia de sostenibilidad y abrió una investigación sobre H&M y Decathlon en la que observaba imprecisiones e incorrecciones. Tras su publicación, ambas compañías se comprometieron a eliminar las etiquetas vinculadas con la sostenibilidad en sus productos y páginas web y a mejorar sus declaraciones en el futuro.
La moda fue también uno de los sectores analizados por la Comisión Europea en un sweep (barrido de webs) que realizó en 2021 para detectar prácticas de greenwashing. Las conclusiones del informe indican que en el 42% de los casos las afirmaciones utilizadas por las empresas eran exageradas, falsas o engañosas y, por lo tanto, podrían ser consideradas como prácticas ilegales, en virtud de la directiva comunitaria sobre prácticas comerciales desleales.
En Reino Unido, la autoridad de competencia (CMA, en sus siglas en inglés) emitió en enero de 2022 un comunicado tras auditar las declaraciones que realizaban Asos, Boohoo y Asda en materia de sostenibilidad. Encontró falta de información, vaguedad y criterios por debajo de lo potencialmente esperado por el consumidor (como usar sólo un 20% de material reciclado en una prenda etiquetada como reciclada).
Francia también ha puesto en marcha la obligatoriedad de un pasaporte digital para los productos en los que se detalle las características ambientales de los productos que generen residuos, especialmente ropa y calzado. Esta normativa tendrá pronto alcance en toda Europa, ya que el pasaporte de producto es una de las herramientas contempladas en la Estrategia del Textil de la Unión Europea.
El pasaporte de producto es una de las herramientas contempladas en la Estrategia del Textil de la Unión Europea
Las declaraciones en materia de sostenibilidad tienen su propio capítulo dentro de la Estrategia de la Comisión. Bruselas avanza que tendrá que haber información sobre una garantía de durabilidad y que los términos como “verde”, “eco-friendly” o “bueno para el planeta” se permitirán todo si se están basadas por “un desempeño medioambiental excepcional” respaldada por etiquetas europeas como EU Ecolabel u otros criterios regulados.
También revisará los criterios de la EU Ecolabel, especialmente en lo que se refiere a la producción de polímeros a partir de botellas de plástico Pet que, subraya la Comisión “no están en línea con los principios de la economía circular”.
En febrero de 2022, la Comisión adoptó también una propuesta para una directiva sobre due diligence en sostenibilidad, que obligará a reportar y mitigar los impactos negativos en su cadena de valor y, a las grandes empresas, a trazar un plan para garantizar que “su estrategia comercial sea compatible con limitar el calentamiento global”.
Solución al embrollo
¿Cómo será finalmente la regulación que determine qué es sostenible y qué no? Una primera pista la ha dado Francia con el decreto que regula la comunicación en torno a la neutralidad de carbono. El país castigará a las empresas que no justifiquen suficientemente cuando anuncian que un producto o servicio es neutro en carbono, carbono cero, climáticamente neutral o “cualquier formulación de significado o alcance equivalente”. Para demostrarlo, se establece un sistema de evaluación de emisiones de efecto invernadero y obliga a las empresas a incluir en sus balances todas las emisiones de carbono indirectas, como las emisiones asociadas a los productos vendidos o los desplazamientos de los empleados.
Tal y como ocurrió con los productos bio en la alimentación, una regulación precisa que determine con claridad qué es moda sostenible es el mejor instrumento que puede tener el sector para reconstruir la reputación perdida. Así, el sector ansía (y teme a la vez) una normativa armonizada entre los distintos países, clara para el consumidor y que las empresas puedan adoptar. Ahora bien, una prenda de ropa no es tan sencilla como un yogurt, y el temor está en que la legislación no sea suficientemente clara, homologable y exacta para categorizar una enorme familia de productos.
La estación final parece, en todo caso, dar con una fórmula que haga la sostenibilidad transparente a ojos del consumidor: habrá que ser sostenible para operar cumpliendo la ley, por lo que comunicar que una marca es sostenible será tan útil como anunciar que paga los impuestos. Forzosamente, la sostenibilidad será un atributo de la moda, transversal y excluyente: si el lujo no necesita decir que vende calidad, aunque pueda explicar cómo la consigue, la moda podrá afinar su discurso sobre el producto, sus materiales o sus procesos, pero desde la base de que cumplirá unos estándares de sostenibilidad. Entonces, el greenwashing desaparecerá y la moda podrá recuperar, tranquila, su voz.